Somos y nos hacemos…
por Marcelo Rodriguez -Periodísta científico
El que sigue es un artículo escrito por Marcelo Rodriguez -Periodísta científico Argentino- que me pareció sumamente bien escrito y nos aproxima a las novedades en la genética, como es la epigenética.
Esta nueva rama de la ciencia estudia los mecanismos que activan o silencian ciertos genes y como estos mecanismos se heredan a los hijos. Está en este momento en pleno auge, luego de la era genómica, donde se pudo conocer a todo el genoma del humano y varias especies domésticas.
Pero eso no explicaba por qué algunos genes se expresaban y otros no.
Esto además tiene que ver con lo que sostuvo el mejoramiento animal durante muchísimos años en los que se sabe que aquello que se hereda en parte es genético y en parte ambiental.
¿De qué depende que una predisposición genética se active o no se active?
Neurobiología y epigenética confirman conocimientos de la psicología y el psicoanálisis sobre el desarrollo de la personalidad, el carácter, la inteligencia y hasta las enfermedades que cada uno tiene o puede tener a lo largo de su vida.
Hasta hace poco muchos pensaban que la diferencia de casi todas las demás células humanas, las neuronas no se regeneraban, y que el genoma de un individuo, único e irrepetible permanecía inmutable a lo largo de la vida para determinar desde el color de pelo y de ojos hasta la predisposición a enfermedades y la inteligencia.
Pero hay evidencias de que no es del todo así. El color del pelo o de los ojos (los rasgos “fijos que conforman el “fenotipo”) no cambian, pero la forma en que influyen los genes en la conducta, la inteligencia, la impronta emocional y la salud general –y la salud mental en particular– son mucho más complejas, varían a lo largo de la vida y se llaman endofenotipos.
La primera infancia, la pre-pubertad y la adolescencia son edades más decisivas que otras para determinarlos. Son etapas marcadoras y por eso buena parte de la salud general de cada persona depende de cómo las haya transitado a nivel emocional y cognitivo. Psicólogos y psicoanalistas lo saben desde hace tiempo; ahora, además, lo pueden explicar a través de la biología.
¿Son los genes o la cultura (o “el ambiente”, en un sentido más general) la causa de lo que cada uno es? La pregunta “extremista” dividió las aguas por décadas, pero, ¿tiene sentido? Aunque no sería exacto decir que la disputa se aplacó del todo, hoy se tiende a explicar cómo interactúan genes y ambiente, más que a establecer el predominio de un factor sobre el otro.
Células plásticas
Las células constantemente se van reproduciendo y muriendo. Entre ambos procesos (génesis y apoptosis) el organismo se equilibra; cuando predomina el primero, crece; en la vejez prevalece el segundo.
Pero las células del sistema nervioso son un tanto especiales.
Completado el desarrollo su regeneración es tan escasa que hasta fines del siglo pasado se pensó que no la había.
Pero a fines del siglo pasado se descubrió y se describió la plasticidad neuronal: más neuronas nacen en la región del cerebro llamada hipocampo, y migran por el sistema nervioso para formar nuevas redes, nuevos circuitos de conexión entre ellas y con las más antiguas.
“Lo que hacemos en psicoterapia –explica el licenciado Fernando Gómez, de la Asociación Psicoanalítica Argentina– es ayudar al paciente a que deje de usar ciertas redes de procesamiento y comience a utilizar otras”. Esto es lo que hoy se interpreta.
La edad del cambio
Si la gestación de cada ser humano durase lo necesario como para que nazca con sus capacidades cognitivas suficientemente desarrolladas para valerse por sí mismo, cada madre debería llevar a sus hijos en el útero más de 20 meses.
Pero no es así, y durante el primer año de vida el cerebro va madurando, desde las estructuras más “antiguas” y profundas como el hipotálamo, hasta la parte que permite pensar: la corteza, la más externa.
Ese primer año tiene lugar una neurogénesis acelerada. La masa cerebral aumenta de 400 gramos hasta casi 1 kilo (150%), y las ramificaciones neuronales (dendritas) establecen conexiones a velocidad vertiginosa.
De todas estas conexiones, desaparecen con el tiempo las que no se usan y quedan (y se fortalecen y amplían) las que se usan y ejercitan, las que servirán.
Y este proceso está regulado por hormonas y neuroquímicos, que por esta etapa determinan una gran maleabilidad del sistema nervioso: está cambiando, y en ese cambio todo lo afecta.
Esto determina la importancia del aprendizaje y la experiencia –los estímulos, la relación con la madre, el cariño, el contacto corporal– en la conformación orgánica del individuo: en el vientre materno eso no le pasaría, y por lo tanto la condición humana tiene mucho que ver con el hecho de ser la especie más indefensa al nacer.
Por esa susceptibilidad a los cambios es que “de las experiencias del primer año de vida pueden depender, en gran medida, la menor o mayor resistencia del individuo a los procesos psicopatológicos”, según señala este psicoanalista de niños y adolescentes que se ha especializado en las compatibilidades entre su disciplina y la biología.
El lenguaje de las hormonas
En experiencias con ratones se comprobó que incluso dentro del vientre materno hay fenómenos neuroquímicos que intervienen tanto en las conductas de maternaje como en el desarrollo fetal, entre otros caracteres complejos.
El nivel de estradiol –estrógeno, hormona femenina– influye en la cantidad de dendritas y en los fenómenos de neuroplasticidad en el hipocampo, área del cerebro relacionada con las potencialidades para el aprendizaje y la memoria.
La progesterona produce también un efecto directo en las conductas de maternaje.
La serotonina y la occitocina, asociadas con experiencias de estimulación y placer, han mostrado ser favorecedoras de la neurogénesis y la formación de sinapsis.
Todo lo contrario de lo que pasa cuando las malas experiencias estimulan la secreción de cortisol: esto puede influir –aunque no es absolutamente determinante– en la dificultad para desarrollar resistencia a los estímulos estresares del ambiente y hacer a la persona más propensa a enfermedades.
Estos procesos –entre muchos otros– tienen lugar durante toda la vida, pero especialmente en la primera infancia (y en menor medida, hasta los 6 años de edad), la prepubertad y la adolescencia.
Y la explicación es que influyen, no en el genoma, pero sí en la expresión y el silenciamiento de los genes. Y son heredables.
Dentro de la célula
La epigenética estudia la expresión diferencial de los genes en las células de diferentes tejidos y su cambio a lo largo de la vida.
A través de sus correlatos hormonales y, en el cerebro, neuroquímicos, las experiencias vividas y el desarrollo determinan que el código genético no signifique lo mismo para cada tipo de célula y en cada momento de la vida.
El ADN del genoma se ubica en la cromatina, en el núcleo de la célula. Los genes de la conocida doble hélice se arrollados en torno a unas proteínas complejas llamadas histonas.
Hay dos mecanismos, conocidos como “acetilación” y “metilación”, que las contraen y ensanchan. La contracción “esconde” a los genes, haciéndolos menos vulnerables a la acción de los procesos químicos que pudieran activarlos o silenciarlos. La expansión los expone, los hace sensibles.
Se sospecha que en estos mecanismos estaría la clave de ciertas enfermedades –como las oncológicas– que pueden desencadenarse cuando la persona está pasado por un duelo: los procesos neuroquímicos que corresponden a este estado emocional podrían estar influyendo sobre las histonas para que dejen expuestos a sustancias activadoras a los genes relacionados con la predisposición a sufrir esa enfermedad.
Aún se está muy lejos de dominar estos procesos. En las conductas de maternaje, por ejemplo, hay más de 900 genes que influyen, y cada uno de ellos está modulado por estos procesos. Diríase una respetable complejidad la de los procesos más sutiles del organismo.
M.R. – Publicado en el suplemento Salud (Red Diarios del interior) el 10/06/09.
Fuente: artículo original de Marcelo del BLOG «El Maletar Pasajero»